Lugares que fueron: un viaje en presente al pasado soviético
✍️ Sara ⎮ Retratos viajeros
El declive de la Unión Soviética comenzó el año de mi nacimiento. Supongo que por eso me han fascinado siempre tanto los vestigios que la URSS dejó tras de sí.
Yo nací en algún lugar de ese mapa que, para cuando tuve edad de leer, ya no existía.
Pienso en ello mientras me encuentro sentada en un soportal de la plaza de la República de Ereván, un lugar en el que inmensos edificios de toba armenia se iluminan al caer el sol en un intenso color dorado. Si no reparas en los detalles, parecen edificios neoclásicos de cualquier ciudad europea… pero, si observas bien, puedes ver la hoz y el martillo presidiendo su fachada.
Cuando Alexander Tamanian proyectó este lugar, su nombre era plaza de Lenin y, durante un tiempo de mi propia existencia, así fue conocida… pero el 21 de septiembre de 1991 la República Socialista Soviética de Armenia se declaraba independiente y este lugar, como tantos otros, cambiaba de nombre mientras la estatua gigante de Lenin que la presidía era derribada. Yo ya nunca la conocería como fue y, sin embargo, durante un tiempo coexistimos.
Hay algo fascinante en la arquitectura soviética y es la manera en la que una necesidad pública se convierte en una obra de arte, como sucede en el Complejo Cascade, a apenas unos kilómetros de aquí. Algo de tanta utilidad como unas escaleras que conectan la parte alta de la ciudad con el centro urbano, convertidas en un complejo repleto de fuentes, estatuas y galerías que hoy día albergan un museo.
Imagino que cuando Cafesjian compró el lugar para llenarlo de esculturas de Botero, Plensa o Flanagan, allá por 2002, supo ver que el lugar en sí era una obra de arte. Nos traslada casi inevitablemente al metro de Moscú, esos palacios subterráneos en los que las lámparas de araña se agitan con el paso de los trenes. O al metro de Tashkent, recordando un viaje más reciente.
Los metros soviéticos tienen algo de monumental y, a la vez, ese toque deslucido que solo otorga el paso de los años. Palacios construidos por y para el pueblo que no olvidan la necesidad del mismo de desplazarse.
Me pregunto cuánto quedará de todo esto el día que yo ya no esté. Si seguirán existiendo estos países que ahora recorro con mi mochila a la espalda, si se habrán convertido en otros o se llamarán de otra manera. Si los edificios que ahora capturo con mi cámara seguirán en pie.
Hay algunos, como la Terminal 1 del aeropuerto de Zvartnots que sé que está condenado a desaparecer. Solo verla, cerrada y abandonada al lado de la flamante terminal nueva, te hace intuir que no tardará mucho en ser derribada.
Otros, como los balnearios soviéticos de Tskaltubo que podrían acabar convertidos en otra cosa. Quizás, incluso, recuperando el esplendor de tiempos pasados. Visitándolos hoy día, cubiertos de maleza y grafitis, cuesta imaginarlo… pero el proyecto existe, la idea está ahí.
Posiblemente solo sea cuestión de tiempo que el presente capitalista se apropie del pasado comunista y que esos balnearios, concebidos para tratar las enfermedades de los trabajadores de la URSS, acaben destinados a los turistas que visiten Georgia en busca de sus afamadas aguas termales.
Me resulta fascinante pensar en cómo las personas cambian los lugares que visitan, en cómo el ser humano puede llegar a transformar el paisaje hasta extremos insospechados.
Fueron los soviéticos también quienes convirtieron en mar de Aral en el desierto que yo he conocido. Un lugar que, cuando yo nací, se veía desde el espacio y en el que ahora solo quedan barcos hundidos en arena. Barcos que han naufragado en un mar de avaricia y estupidez, en el país que alguien desde Moscú pensó que debía ser el primer productor mundial de algodón.
Hoy los que allí quedan pagan en salud las consecuencias de tan disparatada idea, añorando los tiempos en los que toda la arena era mar.
No solo es la arquitectura, a veces tan reconocible como las jrushchovkas o el clasicismo socialista de las siete hermanas, también es la naturaleza y la cultura.
Que dos españoles viajen en el presente hasta una ciudad remota de Uzbekistán llamada Nukus en busca de un museo perdido, repleto de obras de los artistas soviéticos de vanguardia censuradas por la Unión Soviética, solo es posible porque hubo alguien que pensó en su momento que merecía la pena recopilar y esconder todo aquel arte. Salvar el pasado para que pudiera ser disfrutado en el futuro.
Lo pienso también al ver todas las estatuas que, desubicadas, aguantan el paso de los años en el jardín del museo socialista de Sofía, en Bulgaria. ¿Qué pasará por la cabeza de todos esos Lenins de piedra? Un día presidieron plazas que llevaban su nombre y ahora esperan olvidados a que algún turista intrépido decida ir a tomarles una fotografía.
Por no pensar en el resto de rostros inmortalizados en esculturas que ya nadie recuerda. Esos ojos que alguna vez vieron su propia inmortalidad esculpirse en piedra y que, sin embargo, con el paso de los años han acabado siendo un nombre escrito en una placa, en el jardín de un museo olvidado.
Pensar en el pasado es inevitable en cada viaje. Las civilizaciones que fueron habitando distintos lugares, dejando a su paso huellas que aún perduran a día de hoy, acuden inevitablemente a la mente de quienes contemplan esos lugares y tratan de ver en ellos lo que un día fueron.
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Sin embargo, nos queda demasiado lejos, pertenece a otras vidas, a otras existencias. Eso ya estaba así cuando yo llegué a este mundo. Solo permanece. Sentir que algo ha cambiado durante mi existencia me hace ser consciente de mi propia fragilidad. ¿Qué quedará de mí cuando ya no esté? ¿Qué quedará de todo lo que yo he conocido? Quizás algún día alguien paseará por las ruinas de los lugares que yo ahora frecuento, todo será diferente entonces y, sin embargo, ahí estará mi propia existencia: como un testigo mudo del paso del tiempo.