¡Mamá, quiero ser Viajera!
✍️ Naike ⎮ Descalzos por el mundo
¿Cómo es posible que, de una familia nada viajera ni aventurera, saliera una hija, es decir, yo, que no para de pensar en ir al lugar más remoto, a dormir en saco y a comer a saber qué?
Empecemos por el principio. Me llamo Naike y soy de Madrid. Me crié en una familia feliz y, visto con la perspectiva de los años, afortunada, ya que nos podíamos ir de vacaciones en verano. Siempre nos íbamos por el Norte de España: ciudades históricas, catedrales, comida, siesta, playa cuando el tiempo lo permitía y descansar. Ni siquiera era consciente de que se podía ir al extranjero, en aquella época, no lo hacía mucha gente.
Un día, mis padres alquilaron las películas de Indiana Jones en vídeo y las vi con ellos. ¡No pude alucinar más! Cuando vi Petra, me enamoré. No sabía si era un decorado, si existía de verdad, pero sí supe que tenía que informarme y, si era real, visitarlo en algún momento.
Por si no fuera poco, en mi casa siempre se ha fomentado la lectura y la cultura, y tenía muchos libros para niños sobre el antiguo Egipto, Roma o la Prehistoria (qué se le va a hacer, nací pedante), además de ser una fiel seguidora de la colección del vampiro Kasimir, un valiente vampiro que recorre el mundo viviendo aventuras y luchando contra el mal. Y fue en esta época cuando me volví a enamorar, esta vez por duplicado: las pirámides egipcias y la isla de Pascua, con sus terroríficos moais, donde viaja nuestro amigo con colmillos. Y ahí estaba yo, todavía en el colegio, sin saber que hay gente que podía viajar fuera de España y con unas ganas locas de irme a la otra punta del mundo a ver con mis propios ojos sobre lo que había leído en un libro.
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Primeras vacaciones en Ribadeo
Los años siguen pasando, empiezo el instituto y, las vacaciones, para mí, van a peor: mis padres encuentran su lugar en Ribadeo, provincia de Lugo. Hoy en día, es extremadamente conocido, sin embargo, en los 90, el panorama era otro: visité la archiconocida playa de las Catedrales sin reservas, ni colas, ni paseo marítimo, ni gente. Fuimos a los bares y pulperías que hoy están atestados y en los que hay que reservar con semanas de anticipo o esperar más de una hora cuando eran tasquillas de parroquianos por las que parecía no haber pasado el tiempo. A mis padres les encantaba, eran sus días de descanso y yo lo único que hacía era ir con el ceño fruncido y quejarme (qué mala es la adolescencia). Y como todo es susceptible de empeorar, tenía alguna amiga en el instituto que se iba con sus padres a Portugal o de camping a Francia y yo me tenía que conformar con un pueblo lucense en el que no había nada que hacer. ¡No era justo!
No paraba de dar la tabarra con que quería ir al extranjero, mis padres, por supuesto, pasaban de mí y volvíamos, año tras año, a Ribadeo. Estaba deseando trabajar (bendita inocencia) y tener mi dinero para irme lejos a conocer mundo.
Europa, allá voy
Poco a poco, se fueron obrando pequeños milagros. En 2º de BUP, a los que estudiábamos francés, nos llevaron una semana de ruta por Francia: Burdeos, Castillos del Loira, París, Monte Saint Michel, Playas del Desembarco y Honfleur. ¡Toma ya! No cabía en mí de gozo, aunque admito con algo de vergüenza que apenas tengo recuerdos. Un año más tarde, el viaje de fin de curso por Italia. Mamá, ¡qué voy a visitar Roma y Venecia!
Era imparable. La semilla que se había sembrado unos años antes con tanto libro estaba empezando a dar sus frutos.
Durante los años de universidad se hablaba del viaje de paso de ecuador. Ya sabéis que uno de los destinos más solicitados es el resort en el Caribe todo incluido, pero yo no quería eso. ¿Me voy a ir hasta tan lejos para meterme en un hotel con piscina y barra libre? Con todo lo que hay para ver, no gracias. Por suerte, a mis amigas tampoco les iba mucho el plan y organizamos uno por nuestra cuenta: París y a Disneyland. Volvía a París (tiene delito repetir en uno de los pocos sitios en los que había estado), sin embargo, esta vez, lo viví de una manera diferente, más adulta, siendo consciente de lo que costaba un lujo así porque, como una hormiguita, había ahorrado para pagar buena parte del coste.
Ante mí, el Sena, Notre Dame, la torre Eiffel, el Sacré Coeur, comer crepes… si viajar es eso, me gusta viajar. Quiero más.
Viajes low cost por Europa con sueldo low cost
Al terminar los estudios, en lo que fue mi último verano como estudiante, me fui con un amigo unos días a Ámsterdam. Me pasé el verano anterior trabajando para poder pagar esas vacaciones, por lo que ya fui conocedora del precio que tiene esta pasión y de lo mucho que cuesta reunir ese dinero. Para que saliera más económico, reservamos el hotel más barato que aparecía en Booking y nos llevamos embutido envasado al vacío en la maleta. Es lo que tiene viajar en la veintena: si quieres salir y casi no tienes dinero, es lo que toca. Pero pude disfrutar de los canales, de las bicicletas, de la casa de Ana Frank, de las iglesias con tejados tan diferentes, de los ventanales tan típicos en las casas. Seguía queriendo más.
Cuando empecé a trabajar, conocí la parte buena (ganar dinero) y la mala (no hay tantos días de vacaciones y te tienes que cuadrar con compañeros). Me fui apañando, tenía claro que aprovecharía para salir de España, me daba igual el destino y, si tenía que dormir en un albergue o comer bocadillos llevados desde casa, lo haría. ¿Qué más da? Son sólo unos días.
De esta manera, tomé el pulso a buena parte de Europa gracias a las compañías de bajo coste que operaban desde Madrid. Así conocí Lisboa, Londres, volví a Ámsterdam y recorrí los Países Bajos, Marrakech, Oporto, Budapest o Praga.
Mamá, que voy a subir en el Elevador de Santa Justa, que he visto el Big Ben, que salgo de Europa y voy a Marruecos. Ese ha sido uno de los puntos de inflexión en mi vida viajera: visitar una ciudad tan alejada del mundo occidental. Pasear y perderse por el zoco, los olores, el gentío, el caos, el té a la menta, Jemaa el Fna con sus puestos y sus aguadores, los palacios Badi y Bahía, los jardines Majorelle. Y lo sentí. El síndrome de Stendhal entró de lleno en mí. Quiero volver, necesito hacerlo. Me enamoré por cuarta vez, las ciudades musulmanas me robaron el corazón.
EE.UU. me espera
De repente, sin buscarlo, me di de bruces contra otro hito viajero. Unas amigas encontraron una oferta muy buena para ir a Nueva York. ¿Nos vamos? Ya estamos tardando en comprar los billetes. ¡Voy a cruzar el Atlántico! Me marcho a Nueva Yooork, y los jamones son de yooork.
Ni en mis mejores sueños me imaginaba ir a EE. UU. Iba a ver con mis propios ojos todo aquello que hemos visto en multitud de películas. ¡Oh yeah! Recuerdo perfectamente aquel viernes que llegué a casa después del trabajo y, gritando de emoción, sólo podía repetir “¡me voy a Nueva York! ¡A Nueva York!”. Y, por si no fuese poco, íbamos a hacer ruta de dos semanas: en la primera, la Gran Manzana y las cataratas del Niágara; en la segunda, alquilando un coche, Boston y Washington.
Planificamos ese viaje durante meses, queríamos verlo TODO, llevar cada día sabiendo lo que nos esperaba. Era El Viaje. Hasta que por fin llegó el momento de ir al aeropuerto para coger el avión. La noche de antes no pude dormir, los nervios me comían. Revisé una y otra vez que llevaba toda la documentación, la hora a la que tenía que salir de casa para llegar a tiempo. Aterrizamos en el Kennedy, pasamos los controles, nos subimos las cinco en un taxi y nos desmadramos. “¡El Empire State! ¡El Empire State!”. Nos deberían haber deportado en ese momento por ridículas, el taxista seguro que flipó con nosotras. El comienzo de dos semanas llenas de emociones, en las que tenía la sensación de estar en una película por todas las veces que lo había visto. La Estatua de la Libertad, el puente de Brooklyn, el arte del MoMa o el Met, Naciones Unidas, la Quinta Avenida, Times Square, Central Park, el SoHo. Me sentía muy afortunada por estar allí.
Respecto a la semana de ruta, admito que fue una paliza absoluta en coche, además, hicimos el tonto no llevando los hoteles reservados desde Madrid, por lo que invertimos mucho tiempo en buscar alojamiento, sobre todo en Boston, donde los precios son bastante elevados y queríamos algo más económico. Pasamos por lugares por los crees que no pasarás nunca (¿Baltimore? ¿Por qué voy a ir a Baltimore?), vimos sitios que no imaginarías ver (La Casa Blanca o el Monumento a Lincoln) y nos quejamos de nuestra mala suerte porque el único día que pasábamos en Boston no paraba de llover torrencialmente. Tengo que volver, se lo debo a esta ciudad.
Viaje de ruta por el Norte de Europa
Desde que volví, mi manera de planear las vacaciones cambió: ya no me quería conformar con una breve escapada a una ciudad europea, quería más. Quería ver más. Quería conocer más. Y es así como surgió la ruta por capitales del Norte de Europa. Lo que iba a ser un recorrido por Finlandia, se nos fue de las manos y se convirtió en una sucesión de ciudades: Estocolmo, Helsinki, Tallin, Riga, San Petersburgo y Moscú. Así, del tirón, en dos semanas.
El viaje lo disfruté mucho, pero incluso en ese momento, con unos cuantos años menos que ahora, me pareció extenuante. Visto con distancia, o sobraban lugares o faltaban días. Riga me pareció una maravilla y tan sólo estuvimos una tarde; Moscú, la última etapa, pagó el cansancio acumulado y los dos días que la dedicamos fueron demasiado escasos.
Cuando comenté en casa a dónde me iba, mi madre torció el morro. La primera vez que lo hacía. “¿Que te vas a Rusia?” Sigo sin entender por qué se tiene una visión tan negativa de este país. He conocido a gente que asegura que le da miedo ir por la mafia rusa. ¡Ni que fueran a venderles armas! En Italia también hay mafia y nadie deja de ir por eso.
En fin, me quedo con la parte buena de ese recorrido, que fue mucha: el Ayuntamiento de Estocolmo con sus mosaicos dorados, la imagen de la Catedral luterana de Helsinki (por cierto, tampoco dejó de llover durante ese día), la ciudad vieja de Tallin, el contraste entre lo medieval y el modernismo de Riga y Rusia, así en general. Me volvieron loca las iglesias (la del Salvador sobre la Sangre Derramada es impactante), perdí los papeles en el Hermitage (tanto arte y sólo puedo estar una mañana), di vueltas en el metro de Moscú, aluciné en la Plaza Roja y pensé que la Catedral de San Basilio la diseñó un niño, entré en todas las iglesias del Kremlin mientras que pensaba que las ortodoxas son las más bonitas, comí unos blinis con nata agria y huevas de salmón que todavía saboreo.
Además, tuve que volver a mis orígenes de viajera de presupuesto escaso y es que, como muchos sabéis y seguro que habéis comprobado en vuestras propias cuentas bancarias, el Norte de Europa es muy caro. El nivel de vida es bastante superior al nuestro, por lo que nos alojamos en albergues, compramos en supermercados, mirábamos cada céntimo, seleccionábamos los sitios más baratos para comer. ¿Y sabéis qué? Que no me importó lo más mínimo. Me gusta viajar y prefiero hacerlo de esa manera antes que no hacerlo o ir a un todo incluido. La vida consiste en tomar decisiones y yo decido que me va la marcha.
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El salto hasta Asia
Sin embargo, me faltaba algo. A excepción de Marrakech, no había salido de Occidente. El cuerpo me lo pedía. Por suerte, ya llevaba varios años trabajando y el sueldo era mayor. Me había puesto como meta hacer un gran viaje a los 35. ¿Por qué 35? Ni idea, la verdad, me imagino que por ser un número redondo, aunque valen tanto como los 36, 48 o 57. ¿Para qué esperar?
El caso es que llegué pocos meses antes de mi cumpleaños y tenía ganas de comerme el mundo. Hablé con distintas amigas y, por distintos motivos, ninguna me acompañaría. ¿Que me voy a quedar sin vacaciones sólo porque nadie quiera apuntarse? ¡Ni de coña! No tenía la valentía suficiente como para irme totalmente sola, así que decidí buscar agencias de viajes de aventuras.
Localicé una que me gustó, fui y la conversación fue rápida: tengo dos semanas libres, éste es mi presupuesto y quiero ver algo diferente. ¿Qué te parece Sri Lanka? Que me encanta. Así tal cual. De esta manera, iba a hacer mi primer gran viaje. Saldría muy lejos y, pese a que me iba sola con desconocidos, no me daba miedo.
El problema vino cuando lo conté en casa. A mi madre no le hacía ninguna gracia que no fuese con amigas y no paraba de repetir que, o me iba con una o no iba. ¿Perdón? Vivo sola, soy económicamente independiente, no estoy pidiendo permiso para ir, estoy informando de dónde voy a estar durante dos semanas. Realmente, la conversación con ella no fue tan fácil ni rápida, pero no le quedaba otra que asumir lo que se venía encima. A la vuelta, y después de comprobar que volvía entera y que no había pasado nada, se relajó. Mejor, porque Sri Lanka sólo había sido el comienzo.
¡Había estado en Asia! En un país de mayoría budista y practicante. Había aprendido sobre esta religión; había visto pagodas y templos; me habían llamado enormemente la atención las ofrendas a Buda en los altares (principalmente, latas de Coca Cola y paquetes de galletas, todo de color rojo); había visto a las recolectoras de té en Nuwara Eliya, con unos paisajes nublados, más propios de Inglaterra; había hecho mi primer safari en el Parque Nacional Yala (¡animales en libertad!); había subido a Sigiriya y me había hartado de comer fideos.
¿Os acordáis de esa semilla que estaba floreciendo? Pues ya tenía (y sigue tenido) unos frutos muy relucientes.
Como la experiencia me gustó tanto, repetí el formato: Vietnam, Islandia, Uzbekistán, Jordania, Kenia y Tanzania y, hace pocos meses, Mongolia, entre muchos otros, fueron cayendo. Casi nada.
Todos destinos únicos que me han marcado. La bahía de Ha Long en Vietnam, la naturaleza exuberante y las auroras boreales en Islandia, el esplendor de Uzbekistán (¿de verdad existe esa maravilla en mitad del desierto?), dos semanas de safari sin cansarme de ver animales ni de dormir en tienda, darme cuenta de que el infinito no es un número, es un paisaje mongol. Y, por supuesto, Petra. Por fin.
Sueños viajeros cumplidos
Este viaje se fraguó en un cumpleaños, cuando, al hablar con un amigo, me propuso hacer algo después del verano. Con ese tema no se bromea: nos hemos comprometido a viajar. Había muchas ideas de destinos para una semana, pero que nos llamase la atención a los dos, Jordania. Y no nos equivocamos. Por un lado, volví al caos extraordinario de las ciudades musulmanas; grité de emoción entre las dunas de Wadi Rum y, sobre todo, lloré ante el Tesoro de la ciudad nabatea. No me podía creer que estuviera allí. Da igual las veces que no hayas visto en una foto, en vivo y en directo, es perfecto. No puedes quitar los ojos de encima, te quieres quedar con cada rugosidad, con cada detalle. Estaba disfrutando con uno de mis enamoramientos de la infancia y la felicidad me llenaba por completo.
También me gustaría destacar los viajes de Islandia y de Uzbekistán. Este último fue un sueño hecho realidad. Llevaba muchos años detrás de este destino que suena a Marco Polo, a ruta de la seda, a caravanas de camellos. Hasta que lo conseguí. Fue en 2018, antes de que las redes sociales lo pusieran de moda, así que lo pude vivir casi en soledad, apenas unos grupos no muy numerosos de turistas franceses. Sigo alucinando cuando rememoro esos días, pienso en toda la belleza que hay en ese desierto blanquecino que es Kyzyl Kum, en las cúpulas turquesas de Khiva, Bukhara y Samarkanda, en que la estupidez humana no tiene límite tras lo poco que queda del mar de Aral y los restos en la ciudad de Moynaq, en que sufrí de nuevo el síndrome de Stendhal la primera vez que vi la plaza del Registán.
El otro destino es Islandia. Hasta ese momento, había hecho viajes principalmente urbanitas. Islandia me marcó y, ahora mismo, doy prioridad a la naturaleza. En pocos sitios se va a encontrar lo que se ve allí, la naturaleza que lo puede todo, que es inmensa, que desborda y a la que el ser humano se ha adaptado a la perfección. Fui en invierno y estoy deseando repetir en verano. Además, los paisajes polares me dejaron huella. Están en la lista.
Viajes a destinos cercanos en pandemia y post pandemia
Entre viaje y viaje, visado y visado, llegó la pandemia y las salidas al extranjero se quedaron en el banquillo. Aproveché para conocer bastantes puntos de España que estaban pendientes: Ribeira Sacra, la desembocadura del Miño, la costa Oriental de Asturias, Vitoria o el nacimiento del río Mundo, entre otros.
Y, aunque todos son increíbles, llegó el momento en el que ya te da igual todo: con o sin mascarilla, yo salgo. De esta manera, cayeron Albania, Escocia y seguimos el curso del Duero hasta Oporto. Nada mal, hemos vuelto con fuerzas.
Egipto, ¡por fin!
Con la situación normalizada, había un sitio que no podía seguir retrasando y que no he mencionado a propósito: Egipto. El puente de diciembre de 2022 caía de una forma poco práctica para ir a trabajar, perdí la semana entera y, sin dudarlo, me lancé a buscar un viaje para este país tan ansiado. Y lo conseguí. Sin darme cuenta, estaba embarcándome en un crucero por el Nilo y tres días en El Cairo, el típico recorrido de primerizos en este país. Luxor, Karnak, el Valle de los Reyes, Kom Ombo, Abu Simbel. No tengo palabras para describir cómo me sentí, todo lo que experimenté. Lo que vi era inmenso, el peso de la Historia delante de mí. La Naike que era una niña estaba orgullosa, lo había conseguido. Mientras que subía por el túnel de la pirámide de Keops se me agolpó todo en el pecho. Tantos años soñando con este destino y por fin estaba allí.
Regresé también a una ciudad musulmana, El Cairo, y recordé por qué me gustan tanto: ese caos que parece que no puede funcionar, pero lo hace; una moto que sale de la nada; un puesto de zumos; un perro que ladra; hombres sentados en una tetería viendo la vida pasar; un grupo de amigas que se ríen; una bici que se abre paso. Pasear por Khan Al Khalili por la noche es una de las mejores experiencias que he tenido.
Me gustó tanto que me supo a poco. Es lo que tienen los grandes amores, en pequeñas dosis, sólo nos dejan la miel en los labios. Volveré, lo sé. Más días, más visitas, más desierto del Sahara. De mis tres enamoramientos iniciales, sólo me queda uno. Aún no tengo fecha para visitarlo, pero la habrá sin ninguna duda.
Descalzos por el mundo
¿Y qué puedo hacer con todas estas aventuras y desventuras e historias de abuela cebolleta? Pues monto un blog. Así dejo de dar la tabarra a mucha gente, tengo una afición que me gusta y recuerdo un montón de buenos momentos (y algún que otro malo) de los lugares que he visitado.
En mi entorno, no mucha gente es viajera, por lo que no es fácil encontrar con quien compartir conversaciones (aunque los hay), así que, viendo que el blog tira, que tengo ganas de seguir, decidí solicitar el ingreso en una comunidad de blogueros de viajes, Spain Travel Bloggers y, lo que es mejor, ¡me aceptaron!
Cuando me dijeron que tenía que escribir un primer artículo, me quedé pensativa, la inspiración que tengo en otros momentos se evaporó. Era mi carta de presentación y no quería quedar mal.
¿Y de qué hablo? Pues de cómo una niña que pasó sus vacaciones en un camping de Cabo de Ajo o pensiones cerca de la Estaca de Bares terminó recorriendo el Parque Nacional Serengueti en un jeep abierto o navegando en barca por el delta del Mekong. De cómo esa niña ya advertía a su madre, como Concha Velasco lo hacía en su día a la suya: mamá, quiero ser viajera (bueno, Concha no cantaba exactamente eso, pero queda muy bien).
En resumen, me llamo Naike, soy de Madrid y me gusta viajar y hablar de viajes. Tengo un blog, Descalzos por el mundo, que es pequeño, pero es mío, aunque Javi, mi partner in crime, me ayudó a buscar el nombre y me diseñó el logo (es que le encanta que lo diga…). Espero que os guste.